viernes, 14 de diciembre de 2012

«El objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen.» ¡Qué distinto el contenido de este artículo 13 de la —este marzo— tan celebrada Constitución de 1812, a las palabras recientes del ministro de justicia, según el cual gobernar es repartir dolor! ¿Tan japiflagüer es la «Pepa», que cree que todos debemos ser felices? ¿Tan lejos de las raíces utilitaristas del liberalismo se halla el «Pepe» que admite, clara y llanamente, ser falsa aquella afirmación del segundo párrafo de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, según la cual la búsqueda de felicidad es un derecho otorgado al hombre por su Creador?
La afirmación de la Pepa, como la de la Declaración de Independencia de EEUU, debe ser vista a la luz de una concepción concreta del estado. La nación es un contrato entre los ciudadanos libres (que, todo hay que decirlo, no son sino una pequeña parte de la población). Este contrato tiene por objeto proteger los derechos «naturales» o «inalienables» de los ciudadanos (los pondré entre comillas, pues si fueran inalienables y naturales de verdad, nadie se hallaría en la necesidad de protegerlos): vida, libertad y búsqueda de felicidad. Es decir, la existencia del gobierno es un mal menor contra la anarquía, y por eso «se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados».
Por otra parte, esa búsqueda de la felicidad es el concepto básico del utilitarismo, que no es sino una forma refinada de paternalismo. Los gobernantes deben gobernar de la manera que haga más felices (o, en ciertas variantes, menos infelices) a más personas. El problema, evidentemente, está en qué es lo que se considera felicidad. La solución habitual es dejar este problema en manos de quienes objetivamente poseen los medios para ser más felices, es decir, un patriciado sabio, lo cual no es (moralmente) muy distinto de dejarlo en manos de un rey ilustrado.
Sin embargo, la idea del gobierno como búsqueda de felicidad no ha sido dejada de lado totalmente en el derecho moderno. Ahí está, por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que contiene afirmaciones como la siguiente: «Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud, el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica». Curiosamente, los estados suelen olvidar la existencia de estos derechos sociales, y su vinculación, a través del derecho a la felicidad, con los orígenes del pensamiento liberal.


Otra opinión sobre lo mismo: Constitución y derecho a la felicidad, en Paralelo 36.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Todo lo que sé
es que sigo ignorando
todo lo que importa.
Que he olvidado prestar atención a los detalles.
Que el bosque no me deja ver los árboles.
Que lo principal,
lo que todos conocen,
me resbala.
Y realmente no debería preocuparme,
pero esta torre de marfil se inclina,
y soy un estilita desequilibrado.
Sí, realmente debería desentenderme,
pero este decorado ya no es de cartón piedra,
y este mundo real rehúsa ser ficticio.
Lamento profundamente
conocer mis errores
y no ser capaz de enmendarlos,
pero también lamento
mi credulidad de antaño,
ese deseo de ser
civilizado.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Adios, terra, adios...

Para muchos ha sido la bestia parda de la burbuja puntocom española, pero para mi, desde que absorbió el servicio Teleline, Terra fue el hogar de mi primera página web.

Hoy miro por casualidad mis correos de Terra y encuentro que la página va a cerrar el 20 de diciembre. Así que mi página personal original se ha mudado a http://jgmoyay.apagada.com, gracias a la generosidad de alguien a quien conozco como a mí mismo.

Si queréis echarle un vistazo, no creo que encontréis grandes cosas. El hit número uno era quizá lo más viejo: un par de programas para codificar rot-13 y morse (no sé hasta qué punto fiable), y una calculadora para sumar, multiplicar o dividir cualquier base (me consta que poco fiable).

Adios, viejo Teleline, te echaré de menos. Eras lo único humanamente decente que le quedaba a Telefónica: un servicio que conseguí pagando, en aquellos tiempos en que la mera conexión era una sangría, pero que disfruté después durante años sin pagar un duro.


La fábula del conde bebedor

El conde bebedor quería organizar una fiesta, y no sabía cuánto vino comprar. Así que llamó a la princesa Ana, y le preguntó:
 —Princesa, princesa, ¿a tí el vino te embelesa?
 —No, conde bebedor. Las princesas toman mera agua de fresas.
Después llamó a la duquesa:
—Duquesa, duquesa, ¿en la orden de san Tomás profesa?
—No, conde bebedor. Las duquesas toman mera agua de fresas.
A continuación, llamó a la marquesa y le preguntó:
—Marquesa, marquesa, ¿tú bebes como una posesa?
—No, conde bebedor. Las marquesas toman mera agua de fresas.
Finalmente le preguntó a su mujer, la condesa:
—Condesa, condesa, ¿Empinas la bota bien tiesa?
—No, conde bebedor. Las condesas toman mera agua de fresas.
Así que el conde encogió sus hombros, encargó una buena provisión de agua de fresas y una pequeña botella de vino para él.
Pero el día de la fiesta nadie bebió agua de fresas, y el buen conde tuvo que mandar a toda prisa a los criados a las bodegas más próximas porque todos se quejaban de la falta de vino.
Moraleja: si haces una pregunta indiscreta, no esperes que te contesten con la verdad.

Pues bien, según ha llegado a mis oídos, a los sucesivos responsables ambientales de España les ha pasado como al conde: preguntaron a la industria cuánto contaminaba, para saber qué límites negociar en Europa. Nadie quiso quedar de contaminador ni de guarro, y todos dijeron que aquí la mierda era tan pura que olía a fresas.

Sin molestarse en comprobar la afirmación, o quizá sin medios para ello, el gobierno sacó pecho, se jactó de defender los límites más estrictos, y luego, al llegar el momento en que por fin debíamos acatar aquellas normas negociadas desde la jactancia, la industria nacional se ha sentido como aquel que acude a una invitación en un restaurante de postín y luego comprende que ha de pagar su cubierto. No se pueden cumplir los límites de emisión, porque hemos propuesto unos límites inalcanzables. Y luego llegan las multas, las exigencias de actualizar tecnologías en plena crisis... Y es que si uno no quiere pillarse los dedos, es mejor que deje de jugar con la puerta.