lunes, 6 de noviembre de 2006

Capítulo II

Sentado en su cuarto, Javier Gómez leía atentamente la carta que acababa de entregarle el portero de la residencia. No recordaba ya de qué podía tratarse: quizá eran esas pruebas a las que se había presentado por acompañar a Marta. Marta... Una malagueña escultural que podía fulminarte con sus dos ojos negros sin dejar de sonreír al mismo tiempo. Lo habían dejado un par de meses atrás (a Marta no le gustó que tonterara con Andrea, y a Javier tampoco le gustó que Marta llamara, a cada momento, a su amigo Óscar, aunque le jurase que entre ellos no había nada) y, a pesar del tiempo pasado, seguía acordándose de cómo ella le convencía para que participase en actividades que contradecían su profundo sentido del ridículo.
Sus ojos pasaron de la carta a la pila de libros (Derecho mercantil I, Código de Comercio, Principios del Derecho Fiscal, Historia del Derecho...) y de allí al póster de Metallica situado entre la mesa de estudio y la ventana. Al otro lado de la ventana, ala cabecera de la cama, había un corcho con unas cuantas fotos de sus colegas y de sus conquistas. Allí estaba la foto que Marta le había hecho justo antes de entrar al cásting.
Bueno, parecía que algo había sacado de aquella relación tormentosa. Una invitación para participar en un programa de televisión, acompañada de una copia del contrato que tendría que firmar. Las fechas de producción eran imposibles (le impedirían presentarse a los exámenes) y las condiciones del contrato le parecieron draconianas. Aun así, seguro que podría sacar tajada. No era el típico chaval que tiene como máxima aspiración la fama rápida y efímera del personaje televisivo, pero a nadie le amarga un dulce. Así que se puso unos vaqueros y, sin cambiarse la camiseta de AC-DC con la que había dormido, se acercó a la puerta de Ernesto.

Si esto fuera una novela de Frederick Forsyth, la historia de Ernesto sería muy complicada. Un hombre de tez clara y cabellos rubios habría llamado, años atrás, a la puerta de una casa de Guadalajara, España. La mujer de tez morena que habría salido a abrirle se habría dado cuenta de que era un desertot, uno de esos muchachos llegados de Francia, Inglaterra y países incluso más lejanos para combatir el fascismo, que a su llegada conocían el horror de la guerra y ponían pies en polvorosa. Entre el desertor —un norteamericano neoyorquino de apellido indudablemente judío— y la bella Dolores Martínez habría surgido una pasión incandescente pronto interrumpida por los gritos de unos milicianos y unos golpes en la puerta. Los milicianos (o quizá unos falangistas, vaya usted a saber) se habrían llevado a rastras a Sam Goldstein, y el sonido inconfundible de unos disparos en el patio de atrás habría anunciado su fusilamiento. Pero Sam habría dejado arreglados sus asuntos de modo que Dolores pudiera contactar con su familia en caso de encontrar una manera de salir del país. Forsyth, a pesar de su prolijidad, habría ahorrado los detalles sobre el carguero atiborrado de refugiados y los controles en la isla de Ellis, pero no habría olvidado mencionar la susceptibilidad de la familia Goldstein ante una shiksa (Forsyth nunca diría gentil), católica, por más señas que llama a su puerta y les entrega unas cartas según las cuales la criatura que porta es su nieto.
Apesadumbrados por el terrible secreto de familia, acogen a la mujer entre sus criados y mandan al nieto a un colegio donde no se mencione la palabra socialismo. Al cabo de los años, el descendiente vuelve a España e imparte clases en el Colegio Americano, en el que estudiaría Erenesto, que aprovecharía sus naturales habilidades para aprender idiomas, amén de la intimidad ideológica con su profesor, como medio para acceder a la cama de la señora Goldstein, licenciada en filología eslava.
Sin embargo, como acabo de decir, esto no es un best-seller americano, y por ello desconocemos todos los detalles —sin duda, apasionantes— que hicieron que Ernesto, a pesar de estar cursando un doctorado en Derecho y ser un especialista en propiedad industrial e intelectual, siguiera viviendo en el colegio mayor y no pusiera reparos en salir —noche sí, noche también— con compañeros menores que él e incluso novatos.
A este Ernesto vino Javier con su carta y los contratos que la acompañaban. Sabía que los abogados no son como los médicos (a los que cualquiera puede ir con sus problemas de salud, incluso mientras están tratando de ligarse a una rubia en la Joy), ni como los informáticos (a los que cualquiera puede convencer de que le arreglen el PC que acaba de saturar de spyware), pero aun así tenía sus esperanzas, ya que en la puerta no encontró las zapatillas que indicaban «tengo una resaca enorme, déjame dormir y no molestes».
Llamó a la puerta, digo —decía cuatro párrafos atrás— y le abrió un individuo ojeroso, cuya cara redonda revelaba una propensión natural hacia la ingesta de grasas saturadas. Llevaba unas gafas de concha y las arrugas de su despejada frente revelaban que superaba ya los treinta años. No por nada he sugerido, unas líneas más arriba, que era uno de los más ancianos habitantes del colegio mayor. Se llamaba Ernesto —pero, ¿cuántas veces he de repetirlo?— y era el individuo al que Javier estaba buscando —Si no, ¿para qué habría llamado a su puerta?

—Quiero que examines estos papeles y me des tu sincera opinión.
—¿Qué prisas tienes? Vayamos al comedor y desayunemos algo mientras lo leo.

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