martes, 18 de enero de 2011

Educación...

A primera hora, un alumno me pregunta, no sé a santo de qué, si podría iniciar una pelea con un mayor de 18 años para después denunciarle. «Depende», le digo, conocedor de sus intenciones y de la facilidad con que los alumnos de mi centro mienten en los tribunales. «Puede que no se defienda, y entonces no podrías denunciarle tú a él, sino él a ti. Además, si es un policía, un médico o un profesor, podría denunciarte él por atentado a la autoridad.» Trato de disuadirle diciéndole que hay técnicas de defensa e inmovilización perfectamente efectivas y que en ningún caso constituirían agresión a ojos de un tribunal. Y, en último extremo, si mi alumno pierde los ojos o los dientes, por mucho que pudiera denunciar al de 18, el daño ya estaría hecho. «Así que es mejor que trates de hacer las paces con él, y arreglarlo hablando.»

Ahora me doy cuenta de que olvidé mencionarle un último detalle: que yo podría testificar a favor de su víctima.


Al final de las clases, me ocurre a la inversa. El enano diabólico, un habitante de la Residencia de Niños Malcriados que tenemos al lado del centro, me persigue por la calle y me lanza dos escupitajos a la espalda, que en un primer momento dudo si son reales o fingidos, pero en casa compruebo que son reales. Mi reacción con él es no inmutarme, y en todo caso hacerle ver que su actitud está mal, pero, por mucha Ley de Autoridad del Profesor que haya, no puedo usar esta ley contra él por dos razones: no es alumno de mi centro y, en todo caso, tiene menos de doce años, por lo que no es imputable.

En otras culturas estaría permitido propinarle una reprimenda —en la Inglaterra de Dickens supongo que incluso le habrían colgado—, pero aquí sólo puedo afearle su conducta, esquivar sus esputos y rogar al cielo que castigue su cuerpo y el de sus descendientes con bubas, potras, corcovas y otras deformidades. Es gracia que espero de Jesucristo Nuestro Señor, amén.

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